Domingo, 27 de diciembre de 2015 – Lo que distinguirá a 2015 de los años precedentes es la clara irrupción en todo el país de formaciones criminales que superan en número de integrantes, cobertura geográfica y delitos a lo que hasta el momento habíamos visto. Esto nunca pudo ocurrir sin la conjunción de dos factores: drogas y enganche político.
En materia de seguridad ciudadana, 2015 pasará a la historia como el año en el que vimos la irrupción en todo el país de las llamadas “megabandas”. Según el Observatorio Venezolano del Delito Organizado, se trata de estructuras caracterizadas por poseer treinta o más integrantes, con un dominio geográfico extendido y un menú de delitos que rebasan los de grupos de menor cuantía, y que van desde la extorsión hasta el sicariato, el secuestro y el robo y hurto de vehículos.
Otro aspecto característico de las “megabandas” es el uso de la violencia como herramienta para preservar la cohesión interna y eliminar cualquier amenaza que venga de factores ajenos a la estructura.
Este tipo de grupos llegó a formarse ocasionalmente en la Venezuela prechavista. Se recuerda por ejemplo a la organización de Oswaldo Martínez Ojeda, cuyos golpes generalmente asociados al robo de transportes de valores rayaban en la espectacularidad. Pero el combo liderado por alias Mexicano se diferencia de los actuales en que no tenía el menor interés en ejercer control sobre porciones de territorio, y mostraba además cierta especialización.
El Observatorio de Delito Organizado identificó doce grandes organizaciones en todo el país. Pero con posterioridad han surgido informes de la Guardia Nacional y las policías judicial y Nacional que sugieren la existencia de muchas más “megabandas”. Por ejemplo, es claro que el clan Usuga, anteriormente conocido como Los Urabeños, tiene importantes posiciones alrededor de Colón, estado Táchira, y en diversas localidades del Zulia. Las organizaciones de John Wade y de Los Meleán hacen de las suyas también en el occidente del país.
Juvenal y su núcleo, aún impunes
En el centro del país hay grupos que han crecido desde 2006, alentados por el control sindical de obras públicas como el ferrocarril de Los Llanos, y posteriormente la Gran Misión Vivienda Venezuela. Algo similar ocurre en el oriente del país con estructuras que incluso han llegado a implantar en las obras públicas el pago del llamado “impuesto de paz laboral”. Eventualmente, esto ha generado conflictos que paralizan obras de contratistas de Petróleos de Venezuela.
Las bandas que mayor crecimiento han tenido en el país muestran por lo menos dos factores en común. Por una parte, es imposible que lleguen a tener las dimensiones actuales si no existen determinados enganches políticos. Las relaciones entre el crimen organizado y la política siempre han sido objeto de debate. La pregunta clave es hasta qué punto los líderes de partidos u otras organizaciones se involucran en el quehacer diario de las estructuras criminales. Una tesis del investigador Gustavo Duncan, publicada bajo el título Más que plata o plomo, sostiene que en las áreas periféricas la dependencia del político con respecto al criminal es mucho más intensa que en las capitales y centros administrativos. Duncan llegó a esta conclusión luego de comparar los casos de Colombia y México. Si se toma en cuenta esta premisa, uno puede entender por qué se ha puesto tanto encono en la neutralización de las bandas de la Cota 905 y el Cementerio, y en cambio las Fuerzas Bolivarianas de Liberación en Táchira y Apure o incluso la organización de Juvenal Antonio Bravo Sánchez en Guárico operan con relativa facilidad.
Todo grupo delictivo tiende a trazar alianzas con las autoridades más cercanas. Lo hizo la Cosa Nostra con los alcaldes democristianos de Sicilia y lo hace Juvenal con policías, militares y autoridades de Guárico (ver http://www.ultimasnoticias.com.ve/noticias/actualidad/sucesos/vinculan-a-un-alcalde-con-banda-de-el-juvenal.aspx). También su competencia, liderada por José Tovar Colina, alias Picure.
Otro factor que ha impulsado el crecimiento de simples grupos delictivos hasta transformarlos en “megabandas” es el tráfico de drogas. Hay testimonios muy claros en el sentido de que Los Urabeños, Picure, Juvenal, algunos grupos de oriente e incluso los de la Cota 905 están involucrados de lleno en el transporte de estupefacientes, el comercio de estas sustancias o ambas actividades. Esto explicaría, por ejemplo, el interés de las organizaciones del Cementerio y la Cota 905 en obtener dólares mediante los secuestros. La divisa estadounidense sería utilizada posteriormente para pagar los sicotrópicos que luego son comerciados en el oeste de Caracas.
Nada de esto, desde luego, puede ocurrir sin algún tipo de complicidad de factores policiales, militares e incluso políticos. Estos nexos son detectables con más facilidad en los entornos rurales. En las grandes ciudades uno puede darse cuenta de esto cuando las policías esgrimen excusas fútiles para no cumplir con su trabajo. Es allí donde las autoridades del Ministerio de Relaciones Interiores deberían poner el ojo, en vez de utilizar esta situación para divulgar un sospechoso discurso sobre un supuesto paramilitarismo, que solo ha servido para implantar estados de excepción en municipios fronterizos.
Tenemos de nuevo el caso de la Cota 905 y Cementerio donde CICPC, Polinacional y Policaracas se negaron a entrar con el argumento de que se trataba de una “zona de paz”, cosa que nunca tuvo una comprobación documental ni testimonial debidamente sustentada. Las organizaciones de alias Coki, Las Torres y otras tantas fueron creciendo en la medida en que percibían una dinámica de impunidad. Luego, cuando los policías entraron, y ya lo han hecho cuatro veces, fue para matar.
Los muertos no hablan, dice el refrán.